domingo, agosto 07, 2005

Una retro

Yo era de esas nenas que para el día del niño en vez de pedir un juego, una muñeca (aunque tenía un montón) pedía una mesita de luz. Esas no muy caras, de madera, con un cajón para guardar los diarios íntimos y un estante para apoyar revistas.
Según mi mamá, a los diez años, ya le había dicho que quería entrar al Nacional Buenos Aires porque tenía una vecina que iba a ese colegio y decían que era el mejor. En séptimo grado empecé el ingreso. Los martes y jueves de 10 a 12 iba a lo de Giménez como refuerzo paralelo al curso que dictaban en el secundario. Los lunes y miércoles, cuando salía del colegio a las 17.30, iba a inglés y después a natación. A las diez de la noche llegaba a casa, blanca (por el cloro) y muerta de hambre, después del -en ese entonces- respetado horario de protección al menor. Los cursos de inglés y las clases de natación me sirvieron de excusa para abonarme al papel de nena responsable de los 8 a los 18 años.
Mi mamá no me exigía, mi papá tampoco. Ellos me facilitaban las cosas que yo les pedía. Era yo solita la que me martirizaba con esos ejercicios de matemática incomprensibles para una cabecita no razonadora de colegio privado católico de Constitución. Creía que ahí había algo. "L´excelence", creo que me comí ese versito. Al Buenos Aires no entré por más de 200 puntos. Me fui de viaje de egresados, se me llenó la cara y las manitos de berruguitas somáticas y finalmente entré al otro colegio (que depende de la UBA), el privado, con una suma de puntos capicua (141) que no figuraba ni en la lista de los mejores, ni en la lista de los que estaban en espera, de la que resultaron no los mejores alumnos, pero sí los más brillantes.
¿Pero por qué l´exigence?
Mis muñecos fueron mis hijos. Eran como quince. Me encargaba de ponerles el pijama todas las noche, de prepararles el desayuno todas las mañanas. Los fines de semana, especialmente los sábados, era el día de limpieza. Los bañaba a todos y limpiaba mi cuarto, que era mi casa. La casa de una madre soltera bien posicionada que tenía quince hijos, cuya primordial función era darles amor y hablarlo todo. Empezaba por la biblioteca del escritorio que tengo desde primer grado. Sacaba todos los libros (manuales, las colecciones negra, azul y rojas de los libritos de Anteojitos y algunos libros de Disney), limpiaba el estante con Blem, después agarraba uno por uno y les pasaba el trapito. La escoba al parqué. Limpiaba la ventana, los bordes de la puerta, el placard. En invierno terminaba una vez que ya había oscurecido. Prendía un sahumerio, me entraba a bañar, elegía un pijama limpio y me ponía a leer acostada en la cama con el velador prendido. Después que no viniera ninguna amiguita a querer jugar, ensuciarme y desordenarme las cosas que tenía guardadas en una cajita adentro de otra cajita, adentro de un cajón, según mi mamá.
Mis padres nunca fueron el orden ni el desorden. Disfrutaban del ocio, nunca se obsesionaron con zapatos rosas y lustrados. Supongo que habría algo que me llamaba a cubrir ese espacio de responsabilidad, orden, control.* Qué satisfacción que me agarraba en el estómago cuando terminaba de limpiar todo. Y qué bronca cuando a mitad de semana el cuarto entero se empezaba a llenar de esa pelusita que había liquidado el fin de semana.
Durante el séptimo grado disciplinadamente exigido empecé a acumular las cosas sobre el escritorio. Cuando estudiaba las corría con el codo, pero ahí quedaban, ya no me preocupaba la pelusa. Una vez que en diciembre encontré mi nombre en la lista que estaba pegada sobre el frente del privado, solo ordené. La angustia no había desaparecido. Se trasladó de la franela al estudio.

* Como dijo Lévis Strauss en un reportaje: "Yo fui estructuralista antes del estructuralismo".