viernes, agosto 19, 2005

Tribus Urbanas

En el baño de mi casa, esta el hinodoro justito junto a la puerta. Cuando yo media un metro o menos, me sentaba ahí, a hacer pipi o caca, y la vista la clavaba justo en una agujerito que se hacia sobre la pastina que rodea el marco de la puerta. Tenía la forma perfecta de un avestruz.
Perfecta, perfecta.
Era un pequeño huequito negro, la pastina es amarilla, como todo mi baño. Hoy hago las mil piruetas para encontrarla, y no la veo. Me agacho, me acerco al marco, pero del avestruz: nada.
No sé que pasa, es raro, pero me hace pensar en todas esas cosas que alguna vez ví, creí, hice y dije, y la seguridad con que me convencí de su real-existencia.
Berkeley dijo que ¨ser es ser percibido¨, y yo me agarro a esa premisa y no me suelto ni en pedo.

Lo que sigue no sé si viene al caso, pero es un ejemplo más de lo maravilloso y aterrador que puede ser el mundo cuando se mide menos de un metro:

Cuando mi papá todavia trabajaba en la empresa de vinos, cuando esta aún no habia sido comprada por los alemanes, y estos todavia no habian despedido a todos sus empleados, con más de cuarenta años de antiguedad, teníamos un departamento en Miramar.
No sé si es una ciudad muy linda, pero le decían la ciudad de la bicicletas. Un compañero, que pobrecito, veraneaba en Mar del Sur, me confenso haberse retorcido de envidia cuando pasaba por Miramar y veía a los pequeños niños, todos en grupo de no menos de nueve, con caras relucientes de felicidad, montados todos en bici, como si fuesen los bici-voladores.
Yo acepté haber sufrido del mismo sentimiento, y de haber padecido el no saber hacerme amigos, y el no integrar un grupito de esos.
Y le comenté que cierta vez, siendo yo pequeña caminaba con alguien de mi familia cerca de la playa cuando leímos: ¨Miramar es una ciudad para viejos, judios y caretas¨. Estaba pintado en color blanco y en la vereda.
Yo sabía perfectamente lo que eran los viejos, conocía un par de esos, y sabía que mi abuela pertenecía al grupo.
También sabía de los judios. Recuerdo haberle pedido a mi mamá, casi al borde del llanto, que por favor me convirtiese en judia. Tenía una amiguita que lo era, y estaba convencida de que se trataba de una secta de millonarios, que festejaban cosas raras, como un vatznisva ( así lo pronuncio, pero no sé escribirlo) en vez de la comunión. Que usaban ese gorrito tan simpático, que no cualquiera es judio, que no todos los padres judios quieren que sus hijos se casen con quien no lo es, que los que andan por once usan barba, como papá noel, y que se yo cuanto más. La cuestión es que, acertada o no, mi creencia los convertía en parte de un mundo fantástico del cual yo nunca sería integrante.
Ahora, en cuanto a los caretas, ní idea. Seguramente mi hermana debió haberme dado una definición precaria, adaptada para una nena de cinco años. Y esta debió constar de una descripción básica de sus características estéticas, actitudes, formas de hablar, definiendo así a un tipo de pibes que son de tal o cual forma, que hacen tales cosas, y como es de imaginar todo era explicado en un tono sumamente peyorativo, concluyendo seguro en : son unos pelotudos.

Así fue como los caretas, se unieron al mundo de los judios para ser parte de una secta más, pero que, a diferencia de estos últimos, me era imposible encontrar.
Para mí, eran seis o siete muchachones, grandotes, que andaban siempre juntos y que decían llamarse así, por que usaban máscaras de carnaval todo el año. Nunca los ví, pero les juro que me aterraba la idea de cruzarlos por la calle. Temía que me atacaran, o me quisieran matar.
No sé.
Hoy sé que siguen existiendo, y son más de siete.
Y que hasta tal vez yo sea una de ellos.





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